Benjamin Button es cristiano
No
voy a hablar de la película que comparte título con este post, quiero más bien,
guiado por el Espíritu Santo, hacer una analogía entre el curioso caso de
Benjamin Button y la vida del cristiano converso. La cual, vale acotar, me
llamó mucho la atención y que espero poder desarrollar para crecimiento mío y
de ustedes y para gloria de Dios.
Recordando un poco la trama de la película “El curioso
caso de Benjamin Button” (quizás otros no sabrán cuál es) esta narra la
historia de un niño que nace viejo, ya arrugado, seco como uva pasa, sí, nació
así (lo cual desconozco si sea posible) y que, con el pasar de los años, su edad
cronológica fue avanzando pero su cuerpo iba en desarrollo invertido, es decir,
a medida que se hacía “más viejo” era cada vez más joven. Crecimiento invertido
pues. Omito el resto de la trama por dos razones: porque no sirve para lo que
quiero decir, y porque su función es entretener, y no es eso lo que estoy
buscando.
Las personas, cuando no tenemos a Dios con nosotros, o
mejor dicho, cuando nosotros no buscamos a Dios nos perdemos de todo lo
maravilloso y grande que Él está dispuesto a darnos. Vale aclarar aquí la
corrección que hago, pues Dios nunca se va de nuestro lado, mas bien somos
nosotros quienes nos alejamos de Él. Si no buscamos al que nos da todo somos
como ese Benjamin Button que nace viejo, seco, arrugado, y tiene sentido, pues
Jesús es fuente de agua viva (cf
Jn 4, 3-26) y está siempre a nuestra disposición y alcance.
Pero, ¿qué serían esas arrugas en nuestra vida? Porque no
me refiero a pliegues en la piel. ¿Qué produce esa sequedad? ¿Qué, lo que nos
hace viejos? Cuando estamos lejos de Dios no tenemos todo lo bueno que Él nos
da, no tenemos la felicidad que sólo Él puede dar, y si no somos felices nos
volvemos amargados, nos secamos por dentro, comidos por malos sentimientos y
pensamientos, por envidia, por ambición, por rencor…tantas cosas que envenenan
nuestra alma y que nos va matando poco a poco desde adentro hacia afuera, y
cuando nos damos cuenta, cuando por fin hacemos un alto en nuestra vida para
vernos al espejo la imagen que éste nos devuelve no es nada grata para
nosotros.
Ahora, ¿qué ocurre cuando buscamos a Jesucristo y
aceptamos
Su Evangelio? Pues simple, empezamos a crecer pero vamos invertidos, es decir, pasan los años cronológicos pero nuestro espíritu es cada vez más joven. Y esto tiene sentido, pues Cristo es quien nos da alegría, quien nos llena de gozo y es quien obra para que poco a poco nos vayamos haciendo “como niños” (cf Mt 18, 1-5).
Su Evangelio? Pues simple, empezamos a crecer pero vamos invertidos, es decir, pasan los años cronológicos pero nuestro espíritu es cada vez más joven. Y esto tiene sentido, pues Cristo es quien nos da alegría, quien nos llena de gozo y es quien obra para que poco a poco nos vayamos haciendo “como niños” (cf Mt 18, 1-5).
Una vez que empezamos a caminar hacia Dios, que estamos
dando esos pasos para acercarnos a esa fuente de agua viva que es Él, ocurre en
nuestra alma lo que ocurre en el cuerpo. Si usamos cremas hidratantes en
nuestra piel esas arrugas no aparecerán más, volverá a ser bonita, más
agradable al tacto; de igual forma, si bebemos de esa agua viva que Cristo nos
da, esa sequedad del alma, eso viejo y arrugado que éramos va tornándose cada
vez más agradable, empezaremos a ser más bellos que antes, pues la Gracia de
Dios es vivificante.
Ya no tendremos miedo de caminar solos, ya no
necesitaremos el apoyo físico del bastón, pues el miedo lo ha quitado Dios y el
apoyo espiritual lo tenemos en Él mismo. Iremos, poco a poco, creciendo en Él,
rejuveneciendo un alma que estaba vieja, volverá la sonrisa a nuestro rostro y
tendremos más ánimos cada día.
Me viene en este momento que estoy escribiendo la imagen
de un niño corriendo, la inocencia y la alegría propias de esa, que hemos
convertido en una etapa, cuando más bien debiéramos convertirla en nuestra vida
entera.
Al final del peregrinar en esta vida terrena, debimos
haber vuelto a ser niños, debimos haber quitado de nosotros todas esas arrugas
y haber bebido de la fuente que nos quita la sequedad.
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