Una alianza en dos partes
Para ser honesto y fiel a la Verdad, debo empezar diciendo que Dios ha sellado un alianza con los hombres donde Él es garante y aval del cumplimiento pleno de dicho convenio. Puede sonar raro esto, sin embargo, es nuestra realidad desde hace, al menos, unos 5000 años.
Todo empezó luego del episodio del diluvio (cf. Gn 6, 5-9,15), Dios quiso limpiar la tierra de tantas actitudes negativas y nocivas, del pecado generalizado que había corrompido a más de una generación sembrándose en su corazón y haciendo vida de todo lo que ocurrió en torno a esas personas.
El pecado, hablando claro, es ese deseo, esa picazón que experimentamos todos en algún momento de nuestra vida y que parece calmarse cuando cometemos aquel acto que solo acrecenta el egoísmo en nosotros y las ganas de hundirnos cada vez más.
Ante esa situación, Dios llamó a Noé y, conociendo su corazón que no quería abrazar al pecado, le pidió que construyera un arca para salvar a algunas personas buenas y a unos animales para poder repoblar la tierra luego del diluvio. Y así ocurrió, y Dios desapareció a quienes obraban mal para darle otra oportunidad a los que lo hacían bien de seguir luchando por la conversión de aquellos que habían sobrevivido.
Pondré una señal que me recuerde mi promesa (cf Gn 9, 13-15) le dice Dios a Noé, y con esto, lo que quiere decir es que no va a volver a mandar un diluvio que acabe con la humanidad, o al menos no así. La razón de estas palabras es que Dios nos ama, incluso desde antes de crearnos Él ya nos amaba, pero eso no significa que acepta o tolera el pecado, el acto de ir deliberadamente contra el Amor no lo puede permitir y por eso ha obrado de distintas formas, eso sí, siempre respetando nuestra libertad, para mostrarnos el camino del Bien e invitarnos sin cansarse a que caminemos por ese camino.
Aunque nos perdamos, Él nos muestra el camino
Dios cumple sus promesas, la primera de ellas, amarnos, y lo hace procurando nuestro bien en todo tiempo, hablándonos de distintas formas y en un sin fin de momentos para que volvamos el rostro a Él, para que dejemos de anhelar aquello que al final nos va a hacer daño y enderecemos nuestros pies para volver a transitar por esos senderos que nuestra alma conoce y ansía como lo hace un sediento al agua.
Es fácil perderse y parece difícil volver a caminar hacia el frente, sin desvíos, sin presuntos atajos que al final nos alejan más, sin pseudosoluciones que terminan siendo problemas completos. Por eso, aunque parezca difícil y cueste es necesario levantar la mirada hacia Dios y reconocer desde lo más hondo de nuestro ser, con la fuerza del Espíritu, que nos perdimos pero queremos volver a estar con Él.
Del arcoiris del diluvio a la conversión
Para ello contamos con Jesús, el Hijo de Dios que se hizo hombre para salvarnos, que vino al mundo con el único fin de que ya no perteneciéramos al mundo sino que fuésemos repatriados al Cielo, nuestra morada por herencia divina, por puro amor y misericordia del Padre más amoroso, atento, protector y siempre de abrazos abiertos que puede existir.
Jesús abrió su corazón para que el Padre entrara en él y desde allí poder entrar en nuestros corazones, pues él mismo, hombre igual que nosotros, en todo menos en el pecado, conoció directamente las tentaciones, esas trampas que nos pone el enemigo traicionero, el diablo, para que nos caigamos y evitar que nos pongamos de nuevo en pie.
Jesús conoce nuestras debilidades más básicas y comunes porque él mismo las experimentó pero salió vencedor por la Palabra, ese soplo de Amor divino que ha de ser nuestra fortaleza y sustento en los momentos de mayor debilidad, nuestra única respuesta cuando sentimos esa picazón que mencionaba antes, pero no para enfrentarnos ante el diablo sino para buscar las fuerzas para salir de allí antes de caer. Solo Cristo puede dialogar ante las tentaciones y vencer (cf Mt 4, 1-11), nosotros no, nosotros solo podemos refugiarnos en Aquel que es la promesa viva hecha a Noé, en quien Dios ha cumplido el no volver a mandar un diluvio sobre la tierra y que ese Sol que sale luego de la lluvia y nos deja ver los colores más hermosos que puede haber en la tierra y nos hace sonreír, pues Dios está ahí.
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