Esto impide la Misericordia Divina

Los humanos, o al menos la mayoría, tenemos una facilidad para etiquetar y calificar a las personas y, en muchos casos, esto termina por limitar al otro y encasillarlo en una situación o una realidad que no le es propia, es decir, frustramos en esa persona su deseo de demostrar sus capacidades y su valor.

Una muestra de calificativos negativos (tengo una razón para hablar de estos, lo prometo) serían: tonto, menso, lento, retrasado, incapaz, inútil, torpe...y pueden agregarles ustedes alguno que hayan dicho o escuchado.

¿Qué ocurre cuando recibimos ese tipo de comentarios? Una de dos: no le prestamos atención o los tomamos como si fuesen una verdad absoluta que nos abarca y supera. Lo primero, si es movido por una autoestima sana ¡excelente!; lo segundo ocupa un poco mi atención al escribir este post, básicamente porque tiendo a reaccionar de esa manera.

Cuando se han recibido comentarios negativos durante la niñez y adolescencia (etapas muy delicadas en la formación del carácter y la personalidad) se crece siendo una persona con una imagen de sí misma bastante pobre. Esto no solo afecta el desempeño que tengamos en nuestras actividades diarias sino que, y puede llegar a ser más preocupante, nos hace rechazar el amor, en cualquiera de sus formas porque no nos sentimos dignos o merecedores de tal cosa.

Alejamos a quien nos demuestra amor con argumentos muy convincentes (para quien los dice) haciéndoles ver que están en un error y que pierden su tiempo al pretender amarnos y esto no solo se lo hacemos a las personas de carne y hueso como nosotros sino que, y es más doloroso aún, se lo hacemos a Aquel que se hizo carne de nuestra carne y huesos de nuestros huesos, es decir, a Dios Hijo, Jesús.

"Tú nunca me lavarás los pies a mí"

En las lecturas del Jueves Santo encontramos que Jesús lava los pies a sus discípulos, pero cuando "Llega a Simón Pedro; este le dice: <<Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?>>" (Jn 13, 6), en los versículos siguientes Jesús le explica que es necesario que lo haga para que pueda entrar al Cielo y la actitud de Pedro cambia y le dice que si es así entonces le lave desde la cabeza hasta los pies (cf Jn 13, 7-10).

Quiero en este momento enfocarme en la actitud de Pedro. Su respuesta impulsiva de negarse a que el Maestro le lave los pies pudo haber sido correcta en su intención, ¿cómo es posible que Jesús, a quien ya Pedro había reconocido como el Hijo de Dios (cf Mt 16, 16), le fuese a lavar los pies a él? Era una locura, tenía que negarse obviamente.

La respuesta de Pedro la podemos dar cada uno de nosotros, o bueno, la puede dar una persona que está como se describió en párrafos anteriores. El hombre y la mujer de hoy, herido por el pecado, sí, pero más que eso herido por esa visión tan negativa de sí mismo rechaza el amor de Dios, le dice que no se atreva a acercarse porque es indigno. Condiciona a Dios según una visión limitada como lo es la humanidad. A Dios no le importa si estamos llenos de suciedad, Él nos hizo de barro, frágiles, sabe que somos débiles y que podemos caer...y rompernos.

Jesús le lavó los pies a sus discípulos para demostrarles que su llamado es a servir y no a ser servidos pero también para recordarles que todos somos necesitados de la misericordia de Dios, ninguna persona sobre la tierra está exenta del amor de Dios o puede decir que no lo necesita. Pero ¿qué puede ocurrir que alguien se atreva a rechazar el amor, el perdón, la misericordia?

Considero que se resume en la soberbia. Sí, convencionalmente la soberbia es considerada como un engrandecimiento del "yo", de creerme más que los demás o por encima de ellos, es ponerme en el centro de todo y creer que soy perfecto, sin embargo esto no es del todo cierto, esta no es la única forma de ser soberbio y a es a esa otra forma de soberbia a la que me refiero.

Cuando se crece con carencias afectivas o con una imagen negativa de sí mismo, el humano es capaz de rechazar todo intento externo e interno de autoaceptación y refuerzo positivo, es decir, que vale poco menos que la basura y ni Dios (a veces literalmente) lo puede sacar de esa idea y de ese autoconcepto. Es terrible el daño que una palabra mal dicha puede ocasionar en una persona, si se deja. La puede llevar a desarrollar en su interior un autodesprecio tal que se planta delante de Dios a reclamar su afán y su insistencia en amarlo y perdonarle si él/ella no merece eso. El amor de Dios es demasiado grande, demasiado puro, demasiado bello como para que lo gaste en una poca cosa que no se merece eso.

Esta actitud me parece soberbia pura, puesto que se pone en el centro de todo y se maximiza pero en negativo, se cree tan mala persona que ni Dios que es todo amor, toda bondad, toda misericordia, puede amarlo. Se considera que no merece el perdón ni el amor ni las atenciones y cuidados de nadie. Y así, en un corazón tan cerrado Dios no puede entrar, en una vida que tan abiertamente lo rechaza aunque por dentro se esté muriendo (al menos en un sentido espiritual no es exagerada la expresión) Dios no puede obrar, no porque no quiera sino porque respeta nuestra decisión, así vaya en contra de nuestra propia naturaleza.

En un corazón que se siente tan podrido y perdido que sería una pérdida de tiempo si Dios se acercara no se da el milagro del perdón y la misericordia. Jesús no puede lavar los pies de quien insiste en quedarse con su mugre y suciedad.

La miserable y la Misericordia

El Papa Francisco nos regaló en la carta apostólica por motivo del Jubileo Extraordinario de la Misericordia (2015-2016) la oportunidad de refrescar uno de tantos pasajes bíblicos en los que encontramos la misericordia de Dios actuando: Jn 8, 1-11.

Una mujer capturada en adulterio es llevada antes Jesús para que él de su opinión. Según la ley judía del momento ella debía morir apedreada en público por el pecado cometido, pero él no se deja engañar y no le da a esos hombres lo que quieren, en su lugar les invita a hacer un examen de conciencia: "Aquel de ustedes que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra" (Jn 8, 7) ¿Quién iba a ser el primero?

Ante el asombro de la mujer de que nadie "disparara" sobre ella su etiqueta de adúltera, mira al único que era capaz de señalarle su pecado, como esperando su reacción o sus palabras y la respuesta de Jesús no se hizo esperar "Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más" (Jn 8, 11)

A Dios no le importa nuestras etiquetas, ¡él no las usa! Él, que conoce nuestros pecados, nuestra poquedad, nuestra debilidad, nuestro barro, nuestra miseria, no se asusta de lo que ve sino que nos muestra su mano misericordiosa, que nos levanta del suelo a donde hemos ido a parar por nuestras faltas. Dios no disfruta vernos sufrir, por eso envió a su Hijo único al mundo a decirnos de mil maneras distintas que nos ama, que somos amados, que somos buenos.

Jesús vivió su paso por la tierra en carne humana diciéndonos todo lo contrario a lo que veníamos escuchando y diciéndonos unos a otros. Ante quien nos señala Él nos ama, ante quien nos acusa Él nos justifica, ante quien nos mete el pie para que caigamos Él nos levanta.

Jesús es capaz de hacerse uno con nosotros en el dolor y en la angustia porque él mismo las experimentó en carne propia pero no cayó en pecado, por eso, y a pesar de eso, nos entiende y en su lugar nos muestra la gloria que podemos alcanzar en él si nos dejamos abrazar por su amor y su misericordia.

Divina Misericordia

El tiempo de Pascua nos llena de la gloria de Jesús resucitado y nos indica el Camino. Es Cristo, y nadie más, la Puerta que abre el corazón de Dios. Es él el que nos alcanza la misericordia del que es todo amor. Este tiempo de gracia es propicio para dejarnos abrazar por el misterio del Dios encarnado y resucitado glorioso. Dios no envió a su Hijo a la tierra a morir para cargarnos psicológica e históricamente de remordimiento sino para liberarnos, para quitar la telaraña, suciedad, polvo, hielo, dureza de nuestro corazón  (Ez 11, 19-20).

Nuestra Iglesia que es Madre y Maestra, nos regala cada año la oportunidad de celebrar la Misericordia de Dios en una fecha en particular (claro está, podemos celebrarla a cada instante de nuestra vida), esta es, el segundo domingo de Pascua. Gracias al Papa San Juan Pablo II que instituyó dicha fiesta con su encíclica Dives in misericordia podemos celebrar nuestra acción de gracias a Dios por tanto amor que nos da y cambiar nuestra mentalidad de que no somos merecedores de ser amados a hacernos conscientes de que a pesar de nuestros defectos tenemos a un Dios que nos ama así tal cual como somos.

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